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EL DESASOSIEGO DE LA INDEFINICIÓN

"El caso es que aquí estamos enfrentados a un nuevo proceso electoral porque la izquierda que ganó las elecciones así lo ha querido"

Fernando Gutiérrez, Diputado Nacional de la XIII LEGISLATURA
Fernando Gutiérrez, Diputado Nacional de la XIII LEGISLATURA

Hemos asistido indefensos a una suerte de cruce de vanidades y egolatrías para saber quién era más respaldado por los sondeos a medida que se producían las sucesivas negociaciones y cómo, en el caso del Sr. Sánchez, evolucionaba la calculadora electoral de su asesor de cabecera, el Sr. Redondo.

El desasosiego es la peor situación emocional en la que uno puede encontrarse cuando tiene que adoptar decisiones trascendentales. Siempre es necesario, o cuando menos recomendable, un determinado grado de serenidad y de sosiego para enfrentarse a momentos cruciales de la vida. Existe una antigua Oración que rezan cotidianamente los paracaidistas del Ejército de Tierra en la que se pide a Dios “serenidad que sujete nuestros ánimos ante el vértigo del instinto y del mundo”.

Después de confirmarse irremediablemente nuestra inmersión en un nuevo proceso electoral, el cuarto en cuatro años, cabe proceder a un análisis de cuáles son las razones para que nos encontremos, nuevamente, en esta tesitura en un plazo de tiempo políticamente tan corto para el devenir de una nación pujante y moderna como la nuestra.

Existen comentaristas más o menos irónicos de la actualidad que dicen: “Bueno, tampoco es tan malo estar sin Gobierno; llevamos más de un año con uno en funciones y ejecutando los presupuestos prorrogados del anterior, es decir sin capacidad teórica de implementar sus propias políticas y no nos va tan mal: hemos ganado el mundial de baloncesto, Nadal está imbatible y la UME continúa cosechando el afecto merecido de los españoles pues siempre está allí donde se la necesita y desempeñando su cometido de manera notablemente eficiente. ¿Quién echa de menos al Gobierno?”.

Lamento decir que no comparto yo tan festivo balance de nuestros logros nacionales a pesar de no tener Gobierno, o, quizás, gracias a ello, a decir de los más convencidos. A mi modo de ver, cualquier fórmula de Gobierno, extraída de la voluntad electoral de los españoles, es mejor que la ausencia del mismo.

Se trata, simple y llanamente de mantener la actividad del país en ejecución y de saber que hay alguien para responder a cargos si las cosas no marchan como deberían. Somos un país de cuarenta y siete millones de ciudadanos, con cuarenta y siete millones de proyectos vitales y cuarenta y siete millones de derechos individuales a que la sociedad y aquéllos a quienes ésta ha elegido se acuerden de cada uno de nosotros y nos den lo que, en justicia, nos corresponde.

Recuerdo que hace unos nueve o diez años, en la época del Presidente Rodríguez Zapatero, la Fundación Everis presentó un informe a SM el Rey D. Juan Carlos I que llevaba por nombre Transforma España y en el que se sugerían una serie larga de acciones, creo recordar que cien, encaminadas a enderezar el rumbo de la nación en unos momentos en los que la crisis económica se presentaba ya ante nuestra realidad nacional como una circunstancia inexorable que amenazaba con producir consecuencias considerablemente dañinas para nuestro tejido social. Después vino lo que vino y a aquel informe le prestamos, como de costumbre, menos atención de lo que la gravedad de la situación reclamaba.

Pues bien, en una de las acciones de presentación de dicho informe, el que fuera Secretario de Estado de Defensa con el PSOE y Ministro de Defensa con el PP, D.Eduardo Serra Rexach, a quien profeso profundo respeto político e intelectual, planteaba la existencia de dos modalidades antagónicas de Democracia que definían el grado de madurez democrática de una sociedad.

Hablaba, por una parte, de lo que él denominaba la Democracia “súbdita”, que era aquélla implantada en sociedades salientes de un régimen autoritario y acostumbradas a conceder, a la fuerza o de buen grado, un plus de legitimidad al que se encontrara en el poder, considerando suficiente la posibilidad de tener la oportunidad de relevarlo cada cierto plazo de tiempo mediante la realización de unas nuevas elecciones, dándole cierta capacidad ilimitada de ejercer el poder con pocas restricciones durante el período de tiempo existente entre elecciones sucesivas.

Existía, por contra, la Democracia que él denominaba “ciudadana”, en la que los electores tenían un alto grado de consciencia de que el bien administrado les pertenecía de forma alícuota a todos y cada uno de ellos y eran, por tanto, muy celosos controladores de que los administradores de lo público no tuvieran la tentación de creerse con una capacidad excesiva para obrar a su antojo. En otras palabras, ejercían la acción democrática de control a los que ostentaban el poder de manera continua y no se resignaban a ejercerla una vez cada cuatro años con el mero ejercicio del voto.

Parecía obvio que al comienzo de nuestro andar democrático nosotros habíamos tomado como punto de partida el modelo de la Democracia súbdita en la que, por lo que pudiera pasar, preferíamos depositar nuestra confianza en los que mandaban ya que el entuerto del cambio de régimen político se consideraba altamente complejo como para estar incordiando a los que habían tenido el arrojo de asumir la responsabilidad de llevarlo adelante.

En estas estábamos cuando se publicó el citado informe tratando de trasladar a la sociedad la necesidad de que todos nos implicásemos un poco más en la preocupación por la gestión de lo público al objeto de ir paulatinamente asumiendo nuestra responsabilidad de ciudadanos de una Democracia ciudadana más propia de una nación de nuestras características y con el grado de desarrollo político que habíamos presuntamente alcanzado.

No obstante, a mi entender, lo que se produjo en su lugar fue el advenimiento de una Democracia que yo llamaría “tóxica” pues amigos como somos de la radicalidad y de saltar de un extremo a otro, en lugar de velar de forma crítica y activa por que la acción política se focalice en la resolución de los problemas de la sociedad, nos hemos instalado en un modelo de ejercicio de la ciudadanía que parece conformarse con observar la acción política como si se tratase de un “reality show” en el que experimentamos la felicidad de disfrutar con las descalificaciones personales entre los unos y los otros esperando que los políticos de uno sean más ocurrentes e ingeniosos que los de los otros y a eso se circunscribe el presunto ejercicio de nuestra ciudadanía.

Mientras tanto, los problemas subsisten o se enquistan, pero como lo importante es que nuestro líder quede bien, todo lo demás queda relegado a un segundo plano.

En este estado de cosas hemos alcanzado el penoso espectáculo de la legislatura recién finalizada en la que después de casi cinco meses desde la jornada electoral, no hemos llegado a ninguna conclusión. Yo me he quedado con la sensación de que lo importante no es la sociedad ni la resolución de los problemas que esta experimenta, sino los políticos o cuando menos los partidos.

Hemos asistido indefensos a una suerte de cruce de vanidades y egolatrías para saber quién era más respaldado por los sondeos a medida que se producían las sucesivas negociaciones y cómo, en el caso del Sr. Sánchez, evolucionaba la calculadora electoral de su asesor de cabecera, el Sr. Redondo. Se ha llegado a plantear, con argumentos falaces, que la oposición debía dejar de cumplir su papel en aras del cesarismo del Presidente de Gobierno en funciones. Es decir, Gobierno sin oposición o lo que es lo mismo totalitarismo puro.

Bueno, el caso es que aquí estamos enfrentados a un nuevo proceso electoral porque la izquierda que ganó las elecciones así lo ha querido y los ciudadanos deberían de tomar buena nota, dado que se les ofrece una segunda oportunidad de depurar su voto y ejercer de manera responsable y serena, con el mayor sosiego del que sean capaces, abstrayéndose de los efectos del “reality show”, las atribuciones de su carácter de copropietarios del bien administrado o de copartícipes del proyecto colectivo que representa nuestra nación para evolucionar, esta vez sí, a lo que genuinamente constituye lo que el Sr. Serra denominaba una Democracia Ciudadana.

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